Dani Askunze
El relato tóxico del cambio
Mucho se ha hablado del cambio político en Navarra. Por supuesto, desde bastante antes de que éste se produjera. Tanto, que no me voy a repetir. En lo que quiero entrar es en el relato construido en torno al cambio, más que a lo que este haya dado de sí hasta ahora, de su contenido real, palpable, que sin duda, está ahí.
El cambio como estado mental, como trance colectivo. Detrás de la sopa de siglas pareciera que detrás hay un potente compuesto químico. Sus efectos, al menos, sí que se asemejan a una mezcla de estimulantes y alucinógenos. En su justa medida, supongo que no son excesivamente dañinos. Pero, ¿no se estará abusando un pelín? Los que disfrutan del éxtasis están lo bastante metidos en su papel como para no percatarse de nada más. El problema viene cuando se les da otra visión del asunto y se acaba la fiesta, lo cuál los yonkis del cambio no se toman muy bien. Ser el cortarrollos te sitúa automáticamente en un afuera.
Paralelismos psicotrópicos a parte, se esta dando un señalamiento, vulgarización y ridiculización de todo juicio que se distancie del triunfalismo dominante. Tanto, que ante las leves críticas que han ido surgiendo, parece que está mejor visto descalificar al crítico, que serlo. Como egoísta, cenizo, agorero, amargado, destructivo, maximalista, purista, sobreideologizado... O lo que es peor: como riesgo para el cambio, enemigo potencial. Como si con los pies en el suelo y no desde la inmediatez sino desde la estrategia, no se pudiera decir lo que salta a la vista. Más que nada, porque ahí estábamos antes y ahí seguiremos después.
Como buen relato basado en la superstición, a veces se remonta a su mito de origen. “El cambio social originó el cambio institucional”. Otras veces insiste en una supuesta nivelación entre el trabajo institucional y la dinámica social y callejera. Las más, en que la calle debe afianzar, vigilar o incluso acompañar lo que se haga desde las instituciones. Al menos en este último caso se dice más a las claras cuál es nuestro destino: ser comparsa, y seguir observando embobados el baile de los gigantes. Para que el rito funcione, qué mejor que los gaiteros que le ponen música. El problema es que no está muy claro hacia donde va la kalejira. Y la música empieza a ser repetitiva.