Iñaki Jauregui

Hablemos de economía, pero no como hacen los libros ni los informativos, sino a partir de observar a nuestro alrededor. Hablemos de la gente.

2016-03-17

20.000 kilómetros

Tengo la costumbre de comer un kiwi cada mañana. El caso es que el otro día, fruto de la somnolencia, supongo, me senté a la mesa nada más levantarme y me quedé durante varios segundos mirando a tan verde y peluda pelotilla, preguntándome de dónde vendría. Nueva Zelanda, decía su etiqueta. Así, a bote pronto, calculo que serán unos 20.000 kilómetros los que separan Barañain de la Isla del Norte. Resulta sorprendente pensar que no hay otro lugar del mundo que esté más lejos de mi casa, y es precisamente de allí, desde donde procede esta fruta. Si ya duele llenar el depósito para hacer un viaje "largo" hasta algún punto de la costa mediterránea cuando llegan las vacaciones, no quiero ni pensar lo que puede suponer la factura de llenar el carguero en el que miles y miles de kiwis recorrerán medio mundo para llegar a nuestras fruterías.

"Es la globalización", dicen. Tenemos a nuestro alcance productos procedentes de cada rincón del mundo y a unos precios muy competitivos. En la mayoría de los casos, de hecho, más baratos que los productos locales. Los neozelandeses lo tienen bien montado para cultivar kiwis: clima y suelos idóneos y una buena infraestructura preparada para sacar millones de kilos al año y venderlos por todo el mundo. Lo mismo hacen los canarios con sus plátanos, los riojanos con sus vinos, los holandeses con sus tulipanes o los brasileños con el café. No tiene nada de malo, visto lo visto, que cada uno haga aquello que se le dé bien, que se especialice y obtenga una cantidad excepcionalmente mayor de lo que sus habitantes podrían llegar a consumir en toda su vida y vender el sobrante a los demás.

Podríamos llevar este razonamiento a cualquier otro campo, no es exclusivo de la agricultura. Si Finlandia es capaz de producir teléfonos móviles, que se centre en esta actividad; los japoneses pueden dedicar sus horas de trabajo a fabricar ordenadores, los sudafricanos nutrirán al mundo de brillantes diamantes y Alemania será el centro automovilístico de la humanidad. Todo ello nos permitirá beneficiarnos de la maestría de cada país en sus respectivas labores y disfrutar todos de los mejores productos que el mundo globalizado pone a nuestro alcance. Hace ya más de dos siglos los padres teóricos del liberalismo económico nos contaban estos y otros múltiples beneficios de la especialización y el intercambio.

Hasta aquí todo bien, pero no puedo dejar de pensar en ese inmenso barco recorriendo el mundo. Y en el carburante que está consumiendo. El comercio implica desplazar toneladas y toneladas de mercancías cada día de punta a punta del mundo, con el consiguiente consumo energético de aviones, camiones, trenes y barcos, a lo que habría que sumar el impacto ambiental en forma de contaminación (atmosférica, de las aguas o acústica). Y eso por no hablar de la energía consumida durante el proceso de fabricación de los citados vehículos y los gases y residuos generados por el mismo. O incluso, rizando el rizo, podríamos poner de nuevo el ciclo en marcha si tenemos en cuenta que los componentes y materias primas que forman los barcos y camiones proceden a su vez de rincones diferentes del planeta y han sido transportados por enormes cargueros. Qué mareo, ¿no?

Llegados a este punto, os propongo que volvamos a la fruta que me recibe cada mañana. ¿Y si un agricultor de Navarra nos dijese que es capaz de suministrarnos un kiwi al día con la etiqueta de producto local? "No será tan bueno", será el primer pensamiento de muchos, y puede que tengan razón. "Y además es más caro", dirían otros. Imagina ahora lo que supondría que los kiwis que comemos procediesen del Baztán, a escasos 50 kilómetros de Barañain. Implicaría eliminar del mapa todos esos barcos surcando los mares, contaminando a su paso ecosistemas marinos o reducir el tráfico de camiones y de trenes de mercancías, frenaríamos el flujo incesante de materias primas y productos terminados que por tierra, mar y aire se desplazan desde el punto de extracción o fabricación hasta el consumidor final. Podemos elegir comprar producto local, podemos contribuir a simplificar las cosas potenciando "lo de aquí", pasando del bando del problema al de la solución.

De todas formas, todo en esta vida tiene dos caras, me pregunto qué pensarán los agricultores neozelandeses o los fabricantes de camiones, trenes o barcos de todo esto.

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