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Victor Moreno
Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.
Individuos y ciudadanos
En la vida usamos ambos términos para referimos a las personas. Parecen sinónimos, pero no lo son. Ya es sabido que en las lengua que hablamos no existen sinónimos y que cada palabra tiene un significado exacto y riguroso. Si no fuera así, no tendría sentido que los diccionarios contemplaran, por ejemplo, las palabras idiota, estúpido e imbécil. Y no es porque en la sociedad haya muchos necios, mentecatos o bobos, que también, sino porque cada una de ellas tiene una raíz etimológica distinta y por esa razón su significado introduce un matiz en función de su uso y contexto. Por eso es tan complicado hablar, no solo correctamente, sino con rigor y exactitud. ¿Cómo sabemos que, a quien llamamos tonto, no es, en realidad, un imbécil integral?
No tiene, por ejemplo, el mismo alcance semántico decir idiota a Feijóo que si se aplica a Sánchez. No lo tiene, porque los niveles o grados de ser idiota tampoco son los mismos. Pasa lo mismo con la palabra demócrata. No todos son demócratas de idéntica manera. Y la verdad es que no resulta fácil saber qué es ser demócrata hoy día.
Lo mismo sucede con las palabras individuo y ciudadano, cuyo origen, como era de esperar, no tienen nada en común. Individuo decía Unamuno es lo que no se puede dividir. De ella deriva, individualismo. Y ciudadano era, por ejemplo, el término que el conde de Rodezno odiaba y le incendiaba su ego cada vez que lo tildaban así. Lógico. Ciudadano era palabra que había venido para quedarse superando a los términos siervo y súbdito. El era conde, no ciudadano, ni individuo.
Y digo todo esto porque en la vida, las personas nos movemos en ocasiones como individuos y en otras como ciudadanos. Lo que hacemos como individuos tira hacia dentro, siguiendo los movimientos de nuestros gustos, ideas, filias y fobias y demás repertorio emocional y mental subjetivos. Hay personas a las que, incluso, les cuesta salir de este cascarón más o menos egocéntrico y sólo se mueven en esta vida mirándose únicamente su propio ombligo, olvidándose de lo que pasa a su alrededor, sin participar ni mucho ni poco, es decir nada, en nada que afecte a todos y que, dicho sin connotación negativa alguna, llamamos política, es decir, lo que afecta a la ciudad.
Curiosamente, los griegos llamaban idiotas a los que pasaban de interesarse por lo común ajeno y lo hacían sin intención despectiva. Un idiota era el que se regía únicamente por afanes particulares, propios e individuales. ¿Egoístas? ¿Quién no lo es? Todos miramos por nuestro bien, pero algunos lo hacen de modo exclusivo y excluyente. Piensan que los otros no son el infierno, como decía un ilustre filósofo. ¡Qué va! Están ahí para satisfacer nuestro ego.
De este tipo de individuos, idiotas etimológicos, existen hoy día a miles en esta sociedad. Los peores son aquellos que, cuando salen de su cascarón, lo hacen para quejarse de todo y de todos, pero no hacen nada para evitar los motivos de sus quejas. Por supuesto, estos individuos presumirán de llamar a su “no hacer nada” con esa estúpida manía de decir que ellos no se “meten en política”, pero no se privan de afirmar que todos los políticos son iguales, como si esto no fuera un acto de habla político como no ir a votar o a hacerlo.
¿Somos, como decía Aristóteles, animales políticos? Seguro. Lo que pasa es que existen tantos idiotas que sólo quieren recordar su parte de animal, pagándolo el resto.