Victor Moreno
Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.
¡Ay, los niños!
La mayoría de los padres consideramos que los hijos son de nuestra propiedad. Y puede que así sea, puesto que son las madres, gracias al concurso de los padres o sus respectivos partenaires, quienes los hacen y los traen al mundo.
De este hecho, transcendental para la especie, muchos padres derivan la peligrosa consecuencia de que con sus hijos pueden hacer lo que quieren. Puede que la expresión “hacer lo que quieren” suene fatal a los oídos pudorosos de quienes tienen un sentido de la ética muy desarrollado, tanto como un argumento kantiano. Así que no me gustaría que mis palabras se tomasen como una ofensa, sino tan solo como lo que son: un requiebro dialéctico que nos conduzca a pensar un poquito más en la difícil y compleja relación con esos seres polimorfos perversos, ya no sé si lo son por naturaleza o porque lo aprenden imitando a los adultos, y que llamamos niños, pero para quienes la sociología y la filosofía más recientes no han encontrado todavía una definición que concite el aplauso general.
Poniendo hechos detrás de estas palabras, la mayor parte de la ciudadanía habrá seguido el caso de esa niña llamada Pimenova, convertida en modelo infantil de primer orden mundial, ganando al año más que cualquier fontanero, electricista, fresador y maestro juntos. Ante este hecho, algunos padres han montado su grito en el palo más alto del gallinero aduciendo horrorizados encontrarse ante un caso de explotación infantil. La niña, por el contrario, se muestra encantada por hacer lo que quiere y lo que más le gusta. Sin embargo, muchos consideran que estos padres son unos degenerados por dejar hacer a su hija, precisamente, lo que más le gusta.
Curiosamente, a un niño sevillano de ocho años no le han dejado hacer lo que le dictaba su conciencia. Se negó contra la voluntad de su padre a hacer la primera comunión, y, por tanto, a recibir clases de catequesis. La madre de la criatura apoyó su deseo. El caso se llevó al Juzgado de Primera Instancia, quien dio la razón al padre en contra de la voluntad del hijo. Al parecer, la justicia no cree en ciertos derechos del niño, entre ellos el de libertad de conciencia.
Curioso dictamen, porque el artículo 6.3 de la Ley Orgánica 1/1996 de Protección Jurídica del Menor, sostiene que el adulto debe facilitar al niño el desarrollo de su autonomía también en materia de creencias.
Al parecer, hay creencias que son intocables.