Victor Moreno
Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.
Del sentimiento religioso
Los sentimientos constituyen el dispositivo que más rápidamente estalla si alguien hurga en ellos. Mucho más que las ideas. Estas nunca serán sagradas; los sentimientos sí. Los sentimientos son sagrados. Y, si son religiosos, consagrados.
De cualquier modo, ¿hay alguien capaz de medir objetivamente la profundidad de los sentimientos? Y, sobre todo, ¿quién aquilatará los sentimientos religiosos? No lo hace ni el artículo 525 del Código Penal, que, ahí es nada, protege hasta los bienes espirituales. Es que es de alucinar. Yo ofendo a Dios. Este no se queja, pero hay quien en su nombre sí lo hace apelando a sus sentimientos religiosos. Entonces el Código Penal recoge la pelota, se la pasa a un juez para que éste determine si hubo intención de ofender el sentimiento de alguien que se dice que representa a su Sacratísima Eminencia Etérea. ¿Cabe algo más disparatado que este delito sin víctima?
Los sentimientos religiosos no son más sentimientos que el resto de los sentimientos. No hay por qué darles un estatuto de “discriminación positiva”. Es una aberración. A los sentimientos hay que tratarlos lo mismo que a las convicciones. A dentellada dialéctica. Como las convicciones políticas, sociales, ecológicas, los sentimientos religiosos están sometidos a la excelsitud, la vulgaridad, y la decrepitud, y, por tanto, a la ridiculización.
Los sentimientos religiosos como las ideas nacen, crecen, se desarrollan, languidecen y se mueren. Hay sentimientos que son estúpidos, peligrosos y detestables. Prohibir y condenar la incitación a repudiar ciertos sentimientos religiosos, no sólo es ridículo, sino que se incurre en agravio comparativo. Cuando se ridiculiza al ateo, ¿qué artículo del Código Penal sale en su defensa? Ninguno.
Si tuviéramos que respetar los sentimientos, no se avanzaría un palmo en nada. Ni en arte, ni en ciencia y en humanismo. Por eso, habría que preguntarse: ¿Quién de nosotros no se ha beneficiado al ver puestas sus propias ideas y sentimientos en tela de juicio por mucho que eso duela?
Damos por hecho que nuestros sentimientos son superiores a las creencias ajenas. Se trata de un pensamiento consolador, pero tan falso como peligroso. Las personas cobijamos en nuestro interior sentimientos detestables. Respetarlos constituye una trampa para la propia salud. Y un acto de caridad vapulearlos.
La mayoría de las consideradas ofensas al sentimiento religioso lo son contra la causa que las origina: la religión. No contra la fe en Dios, que es distinto. Quienes poseen tal sentimiento deberían preguntarse por qué esa religión se ha convertido en una de las fuentes más creativas del escarnio, la sátira y la irrisión. ¿No será porque la religión la han transformado sus dirigentes en una empresa incompatible con los valores del desarrollo de la dignidad humana? ¿No será, porque la religión monoteísta, en cualquiera de sus versiones, ha llenado el mundo de sufrimiento? ¿No será porque la religión, cualquier religión, es un pésimo plan para el desarrollo de la convivencia?