Victor Moreno
Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.
El Estado miente, ha mentido siempre y seguirá mintiendo
Ver al Gobierno actual y, sobre todo, a su ministra de Defensa, lamentándose del espionaje al que han sido sometidos el jefe del ejecutivo y varios ministros del gobierno, produce más que sonrojo, vergüenza ajena. ¿De qué se quejan? ¿Acaso el Estado, gracias a sus administraciones -algunos las llaman cloacas-, no ha estado espiando desde que se forjó a los ciudadanos que ha considerado peligrosos para la estabilidad de ese ente abstracto y monstruoso llamado Leviatán, el diablo según la Biblia, título del libro de Hobbes?
Y dará lo mismo quién esté al frente del Gobierno, sea de derechas, de izquierdas o del centro paralelepípedo. No hay vuelta de hoja. El Estado y el Gobierno, aunque sean dos entidades políticas distintas, buscan la misma finalidad verdadera: hacerse eternos en el ejercicio del poder. El Estado es el Todo. El Gobierno representa parte de ese todo, el poder ejecutivo del Estado, así que no le demos más vueltas a la mierda que seguirá oliendo igual de mal. El resto de los poderes, legislativo y judicial, están supeditados a la misma servidumbre. Es decir que, como la santísima Trinidad o la Hidra de Lerna de tres cabezas, serán tres potestades distintas y lo que se quiera, pero buscando la misma finalidad verdadera: mantener al Estado en pie caiga quien caiga. Y, si hay que mentir, se miente, se espía, se persigue e, incluso, se asesina en su nombre.
Y cuando el Estado miente, persigue, espía y mata, ¿ quién se hace responsable de sus tropelías? ¿El poder ejecutivo, el legislativo, el judicial? Ninguno de los tres. Menos aún el Estado en pelo cañón. Menos todavía si se nos advierte de que las supuestas tramas de espionaje contaban con el aval de la Justicia, por lo que, al ser legales, solo nos queda bajar la cerviz y patalear.
La legalidad está por encima de la democracia y de la ética. Lo recordó de forma obstinada la Ministra Robles: “las reglas son el sostenimiento de la democracia. Son la democracia. Y hay que someterse a ellas”. ¿Y la ética? “¡No me hagan reír!”
Para mayor contrariedad, lo mismo nos dará saber que este Estado mentiroso per se tiene un Jefe que es nada más y nada menos que un rey elegido de aquella manera, pues según establece en su artículo 56 la Constitución: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”.
En principio, si nos sometemos a una interpretación estricta de este artículo, tendríamos que concluir en buena lógica que si el Rey es quien modera el funcionamiento de las instituciones del Estado y entre ellas cabe citar al CNI, pues, pasen ustedes y, díganme, entonces, ¿a quién habría que responsabilizar del desaguisado cometido por el aleteo descontrolado de Pegasus, que, en esta ocasión, nada tiene de alado, y sí de torrencial o de fuente -sea en honor de la etimología de la palabra pegasus-, de desaguisados y de sumas contrariedades?
Sin duda que el rey, como jefe de este Estado, tendría que haber salido a la palestra y haber proclamado solemnemente que él asumía toda la responsabilidad, que lo hecho estaba muy mal, que lo sentía mucho y que no volvería a suceder.
Pero bien sabemos que eso jamás ocurrirá. No solo porque dicho espionaje tiene la garantía de la legalidad, sino porque, en ese mismo artículo aludido de la Constitución en su apartado tres se afirma que “la persona del Reyes inviolable y no está sujeta a responsabilidad.” Así que nos la envainamos y seguimos como estábamos, completamente desamparados ante las trapisondadas que cometa el Estado o cualquiera de sus largos brazos potestativos, el jurídico, el legislativo y el ejecutivo, sobre todo si actúan bajo el visto bueno de la judicatura.
La historia viene de muy lejos, pero por no irme a la República de Platón, pasar por Maquiavelo y revisar el Leviatán de Hobbes, me limitaré a una anécdota del siglo XVIII que bien puede ponernos en antecedentes y conocer que Estado y verdad son radicalmente incompatibles.
En 1778, Federico II de Prusia, el gran emperador del Despotismo Ilustrado, amigo de Voltaire y de Condorcet, propuso a la Academia Real de Ciencias y Letras de Berlín la convocatoria de un concurso de ensayo con una proposición bien apetitosa para cualquier filósofo: “¿Es útil para el pueblo ser engañado, bien sea mediante la inducción a nuevos errores, bien manteniéndolos en los que ya tiene?”
De los treinta y tres trabajos que se aceptaron veinte optaron por la respuesta negativa; y trece, por la afirmativa. Sin embargo, a la hora de fallar el concurso, Federico II de Prusia hizo valer su opinión regia para que el premio se dividiera entre el matemático Castillon, que sí era partidario del engaño, y del filósofo Becker, que no lo era bajo ninguna perspectiva y cuyo análisis era mucho más brillante que el del primero.
Aquel fallo fue la consagración de la derrota de la verdad, de la transparencia y de la razón. Desde entonces, los argumentos a favor y en contra del engaño para gobernar siguen donde estaban. No se han movido un ápice. Si leen ambos ensayos –publicados por el Centro de Estudios Constitucionales, en 1991-, observarán en ellos las mismas mentiras de hoy para mantener el status quo de la falsificación y de la mentira.
Así que, como en Alicia en el país de las maravillas, seguiremos en la brecha corriendo a toda prisa si queremos permanecer en el lugar en que estamos. Esperemos que sanos y salvos. ¿Sin que nos espíen? Lo dudo.