Victor Moreno

Victor Moreno

Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.

2015-04-16

El raro hábito de los animales

Existen personas que se pirran por los animales. Se entiende. Son mucho más inteligentes que sus dueños. Y no. No deberían caer en tan deplorable escalafón, porque la mayoría de los hábitos de los animales demuestran que el ser humano es muy superior a la condición, por ejemplo, de los canes.

Pero, claro, cuando uno contempla los hábitos de ciertos seres racionales es cuando uno comienza a mostrarse muy perplejo.

Se entiende que los chuchos, sean del tamaño que sean, tengan necesidades perentorias, inexcusables, como el resto de sus congéneres. Y que salgan a toda velocidad de las casas para buscar el árbol compañero donde depositar la cédula de su ladrada existencia. Son irracionales y, por tanto, si no se los controla, pueden hacerlo en cualquier lugar.

Y eso es lo que hacen mayormente. De ahí mi perplejidad. Porque personas que sólo pueden demostrar su superioridad racional obligando a sus perros a hacer lo que ellos quieren, se inhiben de esta tarea. Y lo hacen de tal modo que sus cuadrúpedos caniches no tienen inconveniente alguno en defecar delante de la puerta de tu casa o de la del vecino. Lo que dicho en roman paladino es una guarrada, pero viniendo de un perro qué ladrido se puede esperar: ¡Guau! Eso.

Lo que no se espera uno es que la dueña del citado perro aplauda la decisión indomable de este por haberlo hecho tan raudo y veloz en el portal de tu casa. Y, sobre todo, tener que escuchar tan rendidas palabras de elogio: “¡Muy bien, Milú, ya verás, ahora, qué bien te sienta el paseo!”.

Y la dueña y su perro se marchan de paseo, dejando allí, como una lira abandonada en el rincón del salón, una mierda impávida que, más tarde o más temprano, alguien, por descuido, pisará y, al hacerlo, se cagará en todos los muertos y si lo supiera en el nombre de la dueña de Milú.

Y así, un día tras otro. Sin que esta vecina entienda que los restos de su caniche debería llevárselos consigo y depositarlos, como si fueran cenizas o reliquias venerables, en el contenedor más próximo. Pero, al parecer, este raro hábito de limpieza e higiene no es compatible con la masa encefálica de su cerebro.

En estos tiempos de crisis económica y de crisis mental galgopante, parece que los únicos seres que gozan de libertad absoluta para satisfacer sus necesidades más perentorias son los perros. Lo hacen en cualquier lugar. Sin complejos. Dan ganas de convertirse en uno de ellos.

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