Victor Moreno
Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.
El rey que incubaba procesos democráticos
“Quizá es necesario recordar que Juan Carlos I fue el Monarca que propició el proceso democrático en España, defendió el país de los intentos golpistas y que fue decisivo para situarlo en el lugar del mundo que le corresponde. Sus propios errores no deberían empañar su labor de conjunto, sobre todo el día en que se celebra el aniversario del primer acto auténticamente democrático de su reinado” (El País, 29.6.2017).
¡Quién fuera a decirlo! La democracia se incubó en el encefalograma más o menos paralelepípedo del borbón. La ciudadanía no intervino para nada en dicho proceso. Ahí estaría la clave de muchas cosas que pasan hoy día, donde a dicha ciudadanía se la sigue marginando de malos modos. Así que ya lo saben. Si no hubiera sido por Juan Carlos, seguiríamos gobernados por una destilación hormonal de Carrero Blanco.
El, como si fuera un ángel bíblico, evitó los intentos golpistas, en plural, como quien se espanta uno las moscas cojoneras de la papada. En realidad, tampoco, habría que extrañarse de tan providencial interpretación. El propio periódico se presentaría en aquella época como garante de dicha democracia. Si no hubiera sido por su defensa de la democracia, hubiéramos acabado todos en manos de Tejero. Pero ya saben el dicho: “dime quién defiende esta virtud, para saber que se trata de un vicio oculto”.
Cómo nos salvó de la hecatombe dictatorial el borbón es un misterio que los politólogos, cada vez más abundantes en este país, no han sabido aclararlo; ni quienes han conseguido llegar a una conclusión, tampoco se han puesto de acuerdo. Solo El País y monárquicos puros parecen compartir la misma opinión: Juan Carlos ha sido un regalo de la Providencia. Sin él, España seguiría estando en manos de militaristas ambiciosos, perjuros e ignorante.
El 23 de julio de 1969, al suscribir su proclamación como sucesor del régimen franquista, el periódico que dio la noticia, Informaciones, en un titular a toda plana estampó: “Ya hay un estado monárquico decidido: la Monarquía del movimiento”. ¡Monarquía del movimiento! Luego, monarquía constitucional. Y, si los tiempos no lo remedian, llegaremos a monarquía a secas.
Cuando murió el dictador, el monarca father, que incubaba procesos democráticos en su cerebro además de soñar con elefantes africanos, haría su panegírico en las Cortes de este modo: “Una figura excepcional entra en la historia. El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea”.
Más todavía. A la pregunta de Rodríguez Valcárcel: “Señor, ¿juráis por Dios y sobre los santos evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional?”, respondió que encantado. Por supuesto. Y lo mismo haría cuando le preguntaron si estaba por la labor de defender la Constitución. ¡Qué más da!
Ahí estaría gran parte de la clave interpretativa de las cosas que pasan en estos tiempos convulsos. Reparen en los conceptos grandilocuentes en que los franquistas se apoyaron para dar paso al borbón: Tradición histórica, leyes fundamentales del Reino y mandamiento legítimo de los españoles cuando este no fue consultado en ningún momento. Pues no parece que la costumbre de consultar a la ciudadanía sea un hábito específico de la clase política de este país. El poder civil jamás ha tenido una encarnación absoluta en España, porque sus dirigentes políticos nunca han confiado realmente en el pueblo y en la sociedad. Quizás en la II República...
Digámoslo claramente. No hubo jamás una legitimidad democrática en la sucesión de este borbón y su dinastía. Todo se coció en la más estricta legalidad franquista, es decir antidemocrática y dictatorial. El principio de la legalidad monárquica borbónica se deriva de una elección de carácter religioso-espiritual, propiciada además por una dictadura nacionalcatólica.
El juramento del borbón a la constitución, renegando de su fidelidad a los principios del movimiento, fue dicho y hecho en noviembre de 1975. Todo un alarde de camaleonismo explícito con el consentimiento de los partidos políticos.
Se dirá que, a la vista de lo sucedido posteriormente, todo el mundo tiene derecho a cambiar. Así es. Hasta los borbones. Pero, en realidad, nadie cambia. Como enseñó Darwin, sólo se evoluciona, es decir, uno se adapta para sobrevivir al precio que sea. ¿Conculcando cualquier principio? Por supuesto. ¿También la Constitución? Para eso está. Para adaptar su articulado a las propias conveniencias.
Y, si no, que se lo digan a los catalanes.