Iñaki Jauregui

Hablemos de economía, pero no como hacen los libros ni los informativos, sino a partir de observar a nuestro alrededor. Hablemos de la gente.

2016-05-05

Que les vaya bien

Era un 18 de julio y no de 1936 precisamente, sino de hace 4 o 5 años. La que no era todavía mi mujer y yo nos encontrábamos por los alrededores del puerto de Barcelona esperando a que el barco que nos iba a llevar hasta Mallorca estuviese listo para zarpar. Sentados en un banco, viendo el sol caer y con la hora controlada, no fuese a ponerse en marcha el ferry sin nosotros dentro, comíamos un bocadillo emocionados por el comienzo de las vacaciones.

En aquella creciente penumbra, percibí como desde nuestra retaguardia se aproximaba alguien. Al girarme vi a un hombre de unos 40 años y de tez oscura, aparentemente de origen paquistaní y recuerdo que no pude evitar ponerme en guardia y agarrar mi mochila al ver que venía directamente hacia nosotros. Cuando estaba a nuestra altura nos pidió amablemente un mechero, se lo dejamos y nos dijo que nos lo traería en unos minutos. Se giró y comenzó a caminar en dirección a un trozo de césped que estaría a escasos 50 metros de nuestro banco, donde le esperaba su mujer y dos niños de poco más de 5 años. Cuando se juntó con ellos, sacó de una bolsa una botella de refresco y una tarta y con delicadeza colocó unas velas, las encendió y toda la familia cantó el cumpleaños feliz mientras el pequeño de los niños sonreía emocionado. Aplaudieron felices y, al tiempo que la madre cortaba la tarta, el padre volvió hasta nuestro banco para devolvernos el mechero.

Seguí contemplando la celebración desde mi asombro, avergonzado de los sentimientos de desconfianza que hacía unos minutos me habían invadido. El color de la piel de aquel padre de familia hizo que el primer pensamiento que se me pasase por la cabeza al verlo fuese de precaución. No llegó a ser una reflexión racional, pero el simple hecho de que su presencia me alertase me hizo sentir ridículo, humillado ante mí mismo. No me considero una persona racista, diría de mí que soy tolerante y respetuoso y critico a los que no se comportan así, diría incluso que me ofende quien actúa con prejuicios. Pero quizás esté equivocado. Quizás sí que tenga prejuicios, a lo mejor no soy tolerante y soy un "racista pasivo".

Desde aquella noche en el puerto de Barcelona he pensado mucho en aquella familia. No sé si los padres tendrán trabajo o si los niños van al colegio, pero espero que todo les haya ido bien. Deseo que les hayan atendido en el médico y que nadie haya pensado al verles en la sala de espera: "otros que vienen a colapsar la seguridad social". Deseo que sus hijos jueguen en el colegio con niños de este país sin que los padres de éstos prefieran compañeros de juego para sus hijos más "de aquí". Deseo que trabajen de manera legal, que les hayan hecho contratos justos, del mismo modo que, si fuesen propietarios de un negocio, cumpliesen con sus obligaciones. Deseo que vivan en un piso digno, que no compartan su espacio con tres familias más, que paguen un alquiler ajustado a la realidad y que el casero no se aproveche de ellos. Deseo que nadie dude de su honradez solo porque tengan otros rasgos o diferente acento al hablar, tal y como yo hice unos años atrás. Deseo que no sean víctimas de los tópicos sobre la inmigración que se reiteran hasta la saciedad, intentando hacer cumplir ese dicho que dice que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.

En resumen, les deseo lo mismo que a cualquier otra familia. Ni más ni menos. Yo, por mi parte, trataré de no volver a desconfiar de alguien que lo único que quiere es celebrar el cumpleaños de su hijo.

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