Victor Moreno

Victor Moreno

Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.

2016-12-12

Representacionitis

Dice la Constitución: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal” (Artículo 16.3).

No parece una frase complicada. Sujeto, verbo y predicado. Sin embargo, visto el comportamiento de ciertas autoridades políticas, parece que la oración es más difícil de entender que una coma de la Fenomenología del Espíritu de Hegel. Parece mentira que personas con carreras universitarias, máster y doctorados varios, tengan tanta dificultad para comprenderla. Es inaudito. Porque, si de algo se enorgullecieron quienes redactaron el texto constitucional, fue de su claridad y exactitud conceptuales.

Y, sin embargo, no parecen comprenderla ni el jefe del gobierno, ni sus ministros, ni los presidentes de las comunidades autónomas, ni sus consejeros, ni, tampoco, los alcaldes de ciertos pueblos y ciudades. Y de los militares, mejor no hablar.

Hay quien piensa que, quizás, la frase se haya llenado de un contenido que, en principio, quienes la redactaron no repararon en sus consecuencias prácticas. O que nadie llegaría a tomársela en serio como ocurre con tantos artículos constitucionales. Tanto es así que pensaron que lo mejor sería borrarla de la Constitución. Por el caso que le hacen en la práctica sería lo mejor.

Otros piensan que, más que un problema de incomprensión lectora, se trata de una enfermedad política contra la que no existe remedio farmacológico. A ello añaden que su cuadro clínico afecta por igual tanto a las izquierdas como a las derechas. Que se trata de una enfermedad que la padecen por igual políticos de UPN como de Bildu y de Geroa Bai, del PSOE como del PP y Ciudadanos. Podemos está por ver, pues da una de cal y otra de canto.

La enfermedad se conoce con el nombre de representacionitis aunque hay gente que prefiere llamarla usurpacionitis.

Los expertos la describen como un tipo de inflamación a la que se ve sometido el yo de quien se considera representante de las ideas y sentimientos, necesidades e intereses de los demás, sin que estos hayan cedido a nadie dicha representación. En este sentido, la hipertrofia del yo de algunos alcaldes les lleva a asistir a procesiones y liturgias de carácter confesional católico en honor de un santo patrono y aseguran sin rubor alguno que lo hacen como representantes de toda la ciudad.

Quienes pretenden curar esta enfermedad, aconsejan ingerir buenas dosis de realismo, porque su fondo patógeno tiene que ver con ciertos delirios de grandeza carentes de cualquier base empírica.

La sufren los políticos cuando se creen ilusamente que son guardianes de la ciudadanía y olvidando que son únicamente largas manos del Estado y, por derivación, de un Gobierno local o Ayuntamiento. Representan a instituciones estatales que son no confesionales, pero no a los ciudadanos, en donde hay de todo: desde ateos a musulmanes, protestantes, mormones y católicos.

Los ciudadanos se bastan a sí mismos para presentarse y representarse en cualquier hecho, sea este de la naturaleza que sea. Aunque les cueste asumirlo, dada su hipertrofia egocéntrica, los políticos deberían pensar que ni ideológica, ni política, ni social, ni económica, ni religiosamente, pueden ocupar mediante representación supuestamente delegada el lugar identitario de los demás. Pretenderlo es tan absurdo como iluso.

Ningún individuo representa la pluralidad de la sociedad aunque sea jefe de gobierno, presidente de nacionalidad histórica o alcalde de una ciudad con patronos ilustrísimos. Los políticos solo representan al Estado y el Estado no son los ciudadanos.

Como el Estado es no confesional, los políticos, siendo sus representantes cualificados, deberían comportarse como tales. Al no hacerlo, cabe suponer que padecen la peste de la representacionitis.

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