Pablo Idoate
“Hablaremos de ese vicio saludable que no entiende de sexo ni edad. Ése que traspasa fronteras más allá de cultura y religión. Crea amistades, levanta pasiones y, además, es gratis. Consumiremos deporte. Dosis sin límites.”
Rojillo y de Otamendi
Tengo una teoría seria: prefiero tratar con malvados que con tontos. De verdad. Las consecuencias a la larga suelen ser mejores. Mientras al malvado, a nada que sea medianamente lúcido, lo puedes convencer de lo que está mal y lo que está bien, el tonto ni te escucha, ni se deja convencer. Y no hay cosa más peligrosa en este mundo que un tonto con poder. Enrique Tierno Galván llegó a decir en una ocasión que “el poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado, o estalla”. Los ERE fraudulentos, las indemnizaciones en diferido, las cajas B, C o Z o las tarjetas black son ejemplos de ello. De como el poder en manos de un tonto puede hacer volar todo por los aires. Y, tarde o temprano, el explosivo estalla.
A orillas del río Sadar eran optimistas. La flor en el culo, decían. Una temporada tras otra en la cuerda floja, pegatinas del “Yo no bajo”, la grada llena de pañuelos de San Fermín, capote del santo y...voilà, otro añito más en primera. 14 años resistiendo hasta que la flor, como vino, se fue. Seguro que muchos recuerdan aquella sección del programa Grand prix, presentado por Ramón García, llamada “la patata caliente”. En ella, 4 concursantes se pasaban un globo que se iba hinchando más y más hasta que le explotaba a uno en las manos. Pues algo así. Adiós patata.
El cabreo del ciudadano de a pie es de órdago. Y no es para menos. Ese que paga religiosamente sus impuestos por la cuenta que le trae y que tiene que esperar 6 meses para operarse la rodilla. Ese que un día está mojando la tostada en el café y lee en el periódico que los del fisco hacían la vista gorda con un equipo de fútbol porqué sí. Para ver si nos metíamos en Champions. O al menos para comprar algún partido, unos pañuelos, unas pegatinas, llamar al santo y obrar el milagro.
Al final un tonto es lo que tiene. El malvado es astuto y zorro. Se las sabe todas. Pero el tonto no. El tonto es capaz de sacar dinerales del cajero, de la tienda del club, de la caja B, armar un maletín, y hacerlo desaparecer pensando que aquello sería fácil, sigiloso y normal. Lo malo viene cuando lo que ha destrozado el tonto de turno es algo que te ha acompañado desde el primer momento en que naciste. Lo bueno es que un sentimiento como el amor a una tierra o unos colores es algo que no se puede borrar. Es algo que está ahí, grabado a fuego y capaz de hacer resurgir de las cenizas el mayor de los desastres. Hoy más que nunca soy rojillo, Rojillo y de Otamendi.