Dani Askunze
Traicionados y traidores
Es habitual oír planear el fantasma de la traición entre los supuestos antagonistas al actual estado de cosas. Siempre se encuentra la manera de encontrar culpables fuera de casa ante la sucesión de fracasos. Una forma de proyectar las miserias propias en otros, que ayuda a mantener el maquillaje radical suficiente para dar de comer al rebaño, en una penosa apología de la debilidad: el orgullo de los traicionados, el bálsamo para la derrota. Los malos ganan y los buenos pierden. Todo en orden.
Pero esta manera de ver la contienda se sustenta en una gran paradoja. La decepción, el desengaño producido por la traición, necesitan de una condición previa: haber dejado hacer al que después traiciona. De la esperanza a la desilusión, de la euforia al pesimismo. Que dura poco, porque enseguida se encuentra un nuevo ídolo de barro para volver al punto de partida. En nombre de la ilusión, una vez más. ¿Quién se opondría a ello?
Los traicionados son, por tanto, el complemento perfecto a los traidores, y viven plácidamente esperando a la enésima traición. Son una gran coalición de intereses, polos que se atraen. Sin estos, aquellos no serían nada. Los caricaturescos radicales necesitan de sus malvados hermanos mayores. Y lo que es más importante, viceversa. Ahí se esconde su debilidad. Si no hay nadie dispuesto a ser traicionado, ya no hay traición que valga. Desaparece del mapa.
Cuando uno se resigna a la pasividad, esperando que otros solucionen sus problemas, está firmando su sentencia de muerte. En el momento en que dejemos de esperar algo de alguien que no seamos nosotros y los nuestros, habremos conseguido la más importante de las victorias. Habremos hecho imposible toda vuelta atrás. Hasta entonces, seguiremos encerrados en este eterno romance de tracionados y traidores, cuyo final conocemos más que de sobra.