Victor Moreno
Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.
Giges
Cuenta Herodoto que hubo una vez un pastor llamado Giges, ejemplo de asesinos y corruptos que en el mundo han sido. Mientras apacentaba el rebaño, Giges descubrió una cueva en una montaña. Abandonó el rebaño y se adentró en la gruta. Su gesto de curiosidad se transformó en asombro al toparse con un caballo, en uno de cuyos flancos había una puerta. Se coló por ella y dio con un esqueleto humano de talla extraordinaria. En uno de sus dedos, descubrió un anillo de oro engarzado con una piedra preciosa. Despojó al muerto de su diamante y salió feliz de la cueva. Pero su felicidad no había hecho sino empezar. Al ponerse la piedra del anillo vuelta hacia la mano, se volvió invisible.
Ante tamaño descubrimiento, Giges se vio invadido por la ambición. Y un pensamiento habitó en su encefalograma: viajar a la corte del rey Kandaules, darle mulé sin que nadie lo advirtiera y encasquetarse en su mollera la corona real. Como lo pensó, así lo hizo. Llegó a la corte, sedujo a la reina y, en connivencia con ésta, envió el fiambre de Kandaules a los cocodrilos. Y se proclamó rey.
Decía Proust que los griegos nos descubrieron casi todas las ideas verdaderas, dejando a los escrúpulos modernos el trabajo de profundizarlas. En consecuencia: ¿cuáles son las ideas posibles que se ocultan en el relato de Giges?
Primera: cualquier pillo puede llegar a ser rico, presidente de Gobierno y, hasta rey, si dispone de un “anillo mágico”. Anillos mágicos han sido siempre: la inteligencia, la fuerza, la herencia y, también, la mentira y el servilismo, esa tendencia a doblar el espinazo de la ética ante lo que relumbra, aunque el brillo no sea el del oro, sino del engañoso oropel.
Segunda: cualquier rey, por indigno que sea (y tanto más cuanto más rico sea sin razón ni motivo justificable, que es lo más habitual), puede abdicar para no recibir lo que verdaderamente merece.
Ejemplos de esta segunda guisa ha habido algunos en la historia. Pero, desgraciadamente, no tantos como nos hubiese gustado.