Victor Moreno
Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.
Símbolos nacionales a la escuela por decreto
Hace unos días, el Grupo Municipal de Vox en el Ayuntamiento de Murcia planteó al Pleno que se incorporasen "los símbolos de la nación en las aulas del municipio”. De este modo, según los politólogos de Vox se dotará de "la máxima protección jurídica y del máximo respeto a los símbolos de la nación, especialmente la bandera, el himno y la corona".
No entiendo muy bien la propuesta. Menos aún la cortedad de miras de Vox. ¿Cómo es posible que esta explosión simbólica la reivindique solo para las aulas? Tal discriminación es impropia de tipos con una ideología totalitaria. ¿Por qué excluyen de este derecho a los obreros de las fábricas, a los viajeros en cualquier modalidad -villavesa, tren, autobús-, a los aficionados que asisten a los campos de fútbol, a los estudiantes universitarios, a los enfermos hospitalizados, a los devotos que asisten a misa doce, a los asistente a una sesión de ópera, de cine o de teatro? No es posible que estas personas -y muchas más que podrían anotarse-, antes de iniciar su actividad más común y gustosa no la comiencen escuchando el himno, besar la bandera de España colocada ad hoc y soltar al aire un Dios salve al rey?
La ciudad entera debería vivir semejante baño de inmersión patriótica. En todos los lugares públicos tendría que figurar sin desmayo la bandera, el retrato del rey y, cada cierto lapso, sonar por las calles y parques de la ciudad el himno nacional. Lo mismo que se hacía durante el franquismo con el rezo del Ángelus. A las doce en punto, campanadas al vuelo y paralización total de la faena en que estuvieras absorto el paisanaje.
En serio. Si los jueces siguen actuando bajo el imperativo categórico de lo que Vox exige que, según ellos, es conforme a Derecho y respetuoso con la libertad de expresión, terminaremos exigiendo que en las escuelas del Estado se rece un padrenuestro y una avemaría al comienzo de las clases para que Franco sea canonizado o, quién sabe, si pedir a la misericordia Dios para que lo saque del infierno donde está achicharrándose, según Leonardo Sciascia, y lo conduzca directamente a la diestra del Father.
La derecha, apoltronada en la pollera de Casado, además de lamentarse de que la idea -o lo que sea-, no se le hubiese ocurrido a él, ni a Ayuso, ni a Maroto ni a Jiménez Losantos, ha montado en cólera, pues entiende, además, que la izquierda no la ha aplaudido como se merece, rechazando, incluso, sus propiedades vitamínicas para activar la cohesión de una España homogénea y uniforme como chapapote.
¡Ay, ingenuos conductistas de pacotilla! Tratar al alumnado de este país como si fuesen perros de Pavlov o ratas de Skinner sí que es de juzgado de guardia. Esta gente olvida que, si algo bueno consiguió el franquismo durante los cuarenta años que obligó al alumnado de postguerra a cantar el cara sol, izar la bandera y rezar por Franco todos los días del año escolar, fue que se odiase el himno, la bandera y al caudillo hasta lo indecible. Varias generaciones crecieron soportando su imposición por las bravas, que es una manera maravillosa para cercenar de cuajo cualquier idea común de patria, de bandera, de himno y de la leche en polvo y mantequilla americana.
También, la derecha ha recelado de que aquí no actuemos como los franceses, los ingleses y los americanos, los cuales, nada más oír el himno de su país y ver su bandera a cien kilómetros de distancia, entran en coma profundo patriótico, llevándose la mano derecha al pecho donde les bombea el corazón a no sé cuántas pulsaciones por minuto, llorando a lágrima viva, incluso. En realidad deberían llevarse la mano a la cabeza que es donde surge ese marmitako emocional de cartón piedra.
Así que se preguntan al estilo Marhuenda: “¿Por qué los españoles no son como los ciudadanos de Francia, de Inglaterra, de EE.UU e, incluso, de Italia, Suiza, Polonia y Alemania? ¿Por qué los españoles son tan descastados -a excepción del PP, PSOE, CS y Rosa Díez, C. Herrera y F. J. Losantos-, que entran en efervescencia molecular nacional en cuanto oyen la palabra Eg-pa-ña, que diría el ínclito J. Bono?”.
La derecha y cierta izquierda, tan españolísimas ellas, se adhieren una y otra vez al dogma de que “la grandeza de España pasa por su unidad” -solo les falta añadir y por su libertad. Ya saben: “una, grande y libre”. Una unidad territorial, lingüística y, por supuesto, religiosa, a pesar del marco constitucional que opta por la aconfesionalidad.
Así que digámoslo claramente. ¿Que por qué existe aún una ciudadanía que sigue rebotándose contra la bandera española, el himno nacional y el borbón King? Pues por una sencilla razón: porque tal mercancía simbólica sigue oliendo a la mierda putrefacta del franquismo, a pesar de los afeites dados e intentos fallidos por “construir una verdadera conciencia nacional pública”, es decir, un ideal emocional y político que ingleses, franceses y estadounidenses, al parecer, han conseguido así, sin más, por ósmosis de su ADN.
Se olvida a posta que ninguno de esos países ha sufrido ni padecido una dictadura de cuarenta años. Y este “trauma”, aunque se podía haber curado después de tantas primaveras pasadas a la intemperie, no ha sido posible atajarlo, porque quienes postulan la creación de “una conciencia nacional” -que hubiera hecho las delicias de Azaña-, utilizan para ello los mismos moldes de entender España como la entendía Miss Canarias, perdón, Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios y la bendición de la Iglesia.
¡Es que ni siquiera la España reivindicada por esta tropa, que diría Romanones, es la España que contempla la Constitución!