Victor Moreno
Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.
Hablar de política
Tenía cierto toque gamberro que las televisiones privadas y públicas –si es que queda alguna-, nos invitasen a no hablar de política durante las cenas navideñas. Aventuraban que, caso de hacerlo, terminaríamos asesinando al cuñado, al yerno o a cualquier familiar, incluso, a quienes hubiésemos tenido el gusto de invitar a nuestra mesa… No sé, un emigrante allende las arenas o a un desahuciado autóctono.
Al parecer, hablar de política se ha convertido en un tóxico capaz de sacar de nosotros la bestia parda que llevamos en el interior del esófago. Nombrar la bicha y, ¡hala!, lo peor del yo sale a relucir, incluida nuestra tendencia natural al crimen y a la antropofagia. Si al doctor Jekyll le era necesario tomar una pócima para transformarse en míster Hyde, a nosotros nos basta con hablar de política para sacar a flote a nuestro querido doble impresentable.
El hecho de que las televisiones hayan propalado semejante consejo idiota debería alertarnos. Se entiende que la gente no se enfade con el vecino discutiendo sobre el imperativo categórico de Kant, porque no tiene ni idea de ese categórico, ni de ese imperativo. Pero no sé por qué ha de hacerlo hablando de política, pues, por regla general, nuestra ignorancia sobre ella es muy parecida a la que tenemos acerca de la Fenomenología del Espíritu de Hegel.
¿Por qué nuestro organismo entra en efervescencia molecular de ese modo tan agresivo y bárbaro hablando de política? ¿Será porque hablamos de aquello que no sabemos y cuanto menos sabemos más nos cabreamos? ¿Y no habíamos quedado que, de lo que no sabemos, lo mejor es callar?
En las televisiones aludidas no hay programa en el que no se discuta de política. Ahora bien, ¿debatirían con tanta agresividad si lo hicieran sobre el poder nutritivo de los aguacates? ¿Se descalificarían con modos tan poco educados si su inteligencia la dedicaran a averiguar si es mejor dormir con sábanas blancas que hacerlo con sábanas negras?
De todas, todas. El test ya se ha realizado. Mostrarían la misma fiereza dialéctica.
Porque, en el fondo más superficial, hablar de política como de la alimentación de los mandriles en época de celo es lo de menos. Lo de más es anular al otro. Pulverizarlo. Piense lo que piense. Diga lo que diga. Y, si es de otro partido, partirlo en dos.
Y este es el problema. Quienes deberían haber hecho de la política un arte –si es posible tal metamorfosis que no lo es-, la han convertido en una chapuza verbenera, en un ridículo espectáculo donde los gestos de simio sin evolucionar y las ofensas a granel ocupan el lugar de las palabras.
Quizás, las televisiones, que sugirieron que no hablásemos de política en estas reuniones navideñas, lo que de verdad pretendían era que no les hiciéramos la competencia. Que para hacer el ridículo ya están sus tertulianos. Hablen de política o de los caracoles del Magreb.