Victor Moreno
Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.
Evaluaciones a bordo
Los pedagogos sostienen que la evaluación es piedra fundamental del sistema educativo. Lo mismo dirá el profesorado de cualquier nivel o tramo de enseñanza. Todos convendrán en que sin evaluación no hay aprendizaje, ni enseñanza que merezca la pena.
¿Qué cantidad de verdad cualitativa hay en ello? Ninguna. No hay verdad en la afirmación de que el sistema educativo se vendrá abajo porque no existan evaluaciones, ni exámenes, ni controles, ni informes, ni notas, ni partes, ni demás burocracias administrativas al uso y abuso del consumidor. Es mentira que una persona no aprenda si no se la somete a evaluaciones o exámenes de lo que supuestamente aprende. No existe ningún tipo de evaluación, ni de exámenes, que dé cuenta exacta y rigurosa de la complejidad que supone un aprendizaje, sea lingüístico, matemático o social. Sólo un grosero conductismo defenderá semejante cambalache.
Por lo demás, que no es de lo menos, las evaluaciones, tal y como se practican en la actualidad, no responden a ninguna necesidad del aprendizaje, ni de la enseñanza. Menos aún, a las necesidades e intereses del aprendizaje del alumnado que es lo que realmente debería importar. Son formas atávicas de control –Foucault diría formas de vigilar y de castigar-, exigencias democráticas violentas de tener ordenado y fichado a un sujeto, obligado por ley a recibir unas enseñanzas no elegidas.
Ya es sintomático que, cuando se habla de evaluaciones, se diga que con ellas se busca la mejora del sistema, pero no del alumnado. Lo arreglan diciendo que, si se mejora el sistema, también, se perfecciona al alumnado. Pero, ni se mejora el sistema, ni, menos aún, las capacidades o competencias del sujeto discente. Estas evaluaciones generales no mejoran ni a quien las hace.
Si no pregúntense: ¿qué cambia en el sistema después de haberse realizado tales pruebas evaluadoras?
Las pruebas que se realizarán por imperativo legal de la LOMCE, aplicadas a 3º y 6º de Primaria, ignoran qué parcela de la realidad educativa intentan diagnosticar y, por consiguiente, mejorar: si la enseñanza propiamente dicha de unas asignaturas o el aprendizaje de ellas por el alumnado. El diagnóstico de la enseñanza se centraría en el profesorado; el del aprendizaje, en el alumnado. ¿A quién se quiere evaluar, de verdad? ¿A ambos? Me temo que a ninguno.
Y, si la pretensión es hacer un diagnóstico de la situación específica y personal de cada alumnado, entonces, el atropello no puede ser mayor. Estas evaluaciones nunca han servido para mejorar su competencia lingüística y matemática. Los resultados obtenidos sirven para hacer estadísticas y comparaciones entre instituciones, deparando la idea universal ya conocida: el aprendizaje significativo está en relación directa con la renta per cápita de las familias. Y para este viaje, obviamente, no era necesaria tanta turbulencia. ¿Quién falla en que el 54% del alumnado de 3º y de 6º de Primaria sea incapaz de hacer inferencias interpretativas cuando lee un texto de Roald Dahl? ¿El alumnado? ¿El profesorado? ¿El sistema?
Nadie lo sabe. Y, cuando se sabe, ¿qué hace el sistema para corregir los desajustes de Andrés, de María y de Jon?