Victor Moreno

Victor Moreno

Ya no es necesario recurrir a la técnica del esperpento de Valle Inclán para dar cuenta de lo que ocurre. Los hechos vienen a nuestro encuentro sin necesidad de solicitarlos. Lo hacen de forma tan grotesca que solo nos queda actuar como los tomógrafos, pero con material palabrático. Escribir para cortar la realidad en pedacitos y comprobar si en su interior se registra vida inteligente o, por el contrario, rasgos de una imbecilidad cada vez más inquietantes.

2022-04-02

Guardar las distancias

Durante la pandemia, si algo aprendimos fue acostumbrarnos a ver a los otros desde lejos, es decir, a guardar cierta distancia de sus cuerpos. En cuanto veíamos a alguien venir por la misma acera lo primero que hacíamos era pasarnos a la otra. A esta psicomotricidad, nacida de la sospecha y de la desconfianza, nos obligó el Estado, porque, caso de no hacerlo, incurriríamos en la posibilidad de contagiarnos del bicho covid. El Estado, tan solícito, lo hizo por nuestro bien, aunque las derechas siempre dijeron que lo fue para nuestro mal. 

Para ciertos analistas, la actitud del Estado fue la de un Estado Totalitario, lo que suena un poco ingenuo, pues no hay otro Estado que ese. Ya se ha dicho que este Estado con su actitud prepotente y autoritaria aumentó las cotas de infelicidad de muchos seres humanos, pues, según opinión unánime, sin contacto entre unos y otros la felicidad no es posible.

La verdad es que se olvida que hay personas que, sin necesidad de que el Estado los obligue a guardar una distancia física con sus semejantes, la practican como hábito saludable, como un modo eficaz de salvaguardar su paz interior. Sí, es cierto. Es gente rara, con fama de huraña y de estar aquejada de misantropía - palabra formada por misos, asco, y anthropos, hombre-, y que tiene como norma fundamental de su conducta abstenerse del contacto con los demás porque, por regla general, no son de fiar. Son de la escuela de Plauto, luego de Hobbes que fue quien hizo viral la frase del primero: “Homo homini lupus”. El hombre es un lobo para el hombre. Afirmación de la que existen infinitos hechos de la historia que confirman su trágica pertinencia. El penúltimo, la guerra de Rusia.

También se los suele considerar discípulos del filósofo Schopenhauer, para quien el origen de todos los males que nos afligen está en la sociabilidad, en el trato con los demás. Seguro que Schopenhauer en este tiempo de pandemia hubiese estado en su salsa. La orden del Estado - “alejaos de los demás so pena de sufrir el contagio de la peste”-, la hubiese conceptuado como una delicia de imperativo y que el Estado debería exigir una y otra vez en forma de decreto.

¿Qué pensar? Entiendo que Schopenhauer tenía razón. Nadie negará que las relaciones sociales son la fuente primera de los conflictos que nos afligen. Pero el filósofo olvidaba añadir que, también, son el origen de nuestra particular felicidad como la entendía Kant: ese fin cuya posibilidad está en uno mismo, es decir, en la naturaleza, tanto interna como externa de nuestro sistema corporal. Sin más complicaciones. Uno puede ser feliz comiéndose un plato de habas como le pasaba a Platón. 

Schopenhauer ilustraba la defensa de mantenerse a distancia de los otros con un relato. Contaba que en una tarde de invierno glaciar se encontraron dos erizos en medio de la inmensidad de la tundra helada. Los dos estaban ateridos de frío. Así que decidieron mitigar ese dolor helado acercándose el uno al otro para transmitirse el poco o mucho calor que despedían sus caparazones. Se arrimaron tanto que sus púas chocaron entre sí produciéndose un dolor intenso de color rojo. No habían calculado bien la distancia. Así que lo probaron de nuevo. Y volvieron a lastimarse y a emitir sus correspondientes lamentos. Pensaron que a la tercera sería la vencida, pero, tampoco. Lo consiguieron a la cuarta, situándose en aquella distancia justa que les permitiera acercarse mutuamente y darse calor sin dañarse. Suspiraron con esa felicidad circunstancial de la que hablaba Kant, superando, al fin, aquel frío tan intenso que hubiese terminado con sus vidas. Los erizos mantuvieron sus cuerpos a una distancia justa y precisa para no herirse, la justa para proporcionarse el uno al otro el calor necesario para seguir vivos.

Aunque la fábula de Schopenhauer sugiere varias moralejas, la dejaremos tal cual. Que sea la inteligencia del lector quien las deduzca.

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